La democracia como ejercicio del buen gobierno es una idea antigua sobre cómo establecer las relaciones entre los que administran el destino de las comunidades humanas y las personas que las forman. A lo largo de la historia distintas formas de gobierno han concentrado o repartido el poder según las circunstancias del momento y el ascenso de ideologías y líderes que se proclamaban intérpretes de la voluntad popular, aunque esta no tuviera forma de expresarse.
Pero esta voluntad ha cambiado con el paso del tiempo, a la vez que ha reclamado su derecho a participar en las tareas de gobierno y elegir a sus representantes. También su exigencia a mantener la capacidad para la crítica y el control de lo que hacían los gobernantes e, incluso, la posibilidad de revocarles su confianza cuando su gestión del gobierno la había defraudado.
La idea de democracia se ha impuesto como la forma más acertada de gobierno o al menos “la menos mala”. Pero también es cierto que no siempre el apelativo democrático responde al gobierno del pueblo y para el pueblo. Por ende, grandes grupos transnacionales, instituciones internacionales o entidades financieras han adquirido más poder – sobre todo económico – que muchos estados y sus estructuras y decisiones tienen muy poco de democrático. Por ejemplo, las cinco principales entidades financieras en el mundo suman la astronómica cifra de 844.300 millones de US$, muy superior al PIB de muchos países.
En muchas ocasiones, la democracia formal se reduce a un acto: la elección periódica de quienes gobiernan. En efecto, es importante, aunque no define por sí solo la autenticidad de un gobierno democrático. La democracia pierde su significado cuando pasa de ser una forma de organización social a un conjunto de reglas del juego y en un acto de elección reducido a lo que se nos ofrece.
La democracia no está en las instituciones, sino en la sociedad. En ella adquiere legitimidad, porque su definición es social. El problema de la democracia no es cuantitativo sino cualitativo. No se trata simplemente de qué número de personas vota a este o aquel. Es más la capacidad de control social de lo que hace el poder y la posibilidad de participación, mediación, negociación, representación y coacción.
Cuando a la democracia se le quitan estas atribuciones, el recambio es la gobernabilidad. Es un concepto diferente, donde tienen mejor acomodo las formas autoritarias y dictaduras de distinto pelaje, que no admiten ni el control ni la rendición de cuentas.
El buen gobierno
Para que la democracia sea el ejercicio del buen gobierno, no solo en la administración del estado sino también en otras instituciones, tiene que cumplir con varias características:
Una de ellas es la participación equitativa de de hombres y mujeres, tanto directamente como a través de sus representantes libremente elegidos. Requiere una sociedad bien organizada y estructurada, con una amplia representación de movimientos sociales, gremiales y grupos de interés. También precisa una libertad de expresión e información que intervenga en el debate social de las ideas y formas de gobierno.
Igualmente, debe existir un marco legal justo y de amplio consenso, en el que se sustenta el buen gobierno, que se somete a esa legalidad. Por lo tanto, es imprescindible una justicia imparcial e independiente y un poder político incorruptible, que tenga en cuenta a las minorías y proteja de forma particular a los sectores más vulnerables de la sociedad.
Un buen gobierno debe estar dispuesto a escuchar a todas las partes gobernadas y a tomar en consideración sus particularidades culturales, históricas y sociales.
Es necesaria la transparencia en la toma de decisiones. Siempre dentro del marco legal del que se ha dotado la sociedad. Estas decisiones deben estar disponibles con claridad para las personas afectadas, que podrán interpelarlas libremente. El recurso al referéndum y a las iniciativas legislativas populares es una prueba de participación democrática. Pero, además, no se puede olvidar la responsabilidad en la toma y ejecución de las decisiones orientadas al bien común en un plazo razonable de tiempo y a través de unas instituciones cercanas al sentir de la población, con especial atención a las consecuencias que estas decisiones tienen en el espacio local y también global.
Un gobierno o institución debe ser sensible ante las demandas de aquellas personas o grupos afectados por sus decisiones, pero también hacia la sociedad en su conjunto ante situaciones y problemas que necesitan una acción concertada. El buen gobierno debe promocionar esta sensibilidad, sobre todo mediante la educación y la formación. El consenso entre los distintos puntos de vista e intereses es imprescindible en una democracia que se precie de serlo. Con una correcta mediación puede encaminarse al acuerdo, en aras de un bien común para el conjunto de la población. Un buen gobierno debe estar dispuesto a escuchar a todas las partes gobernadas y a tomar en consideración sus particularidades culturales, históricas y sociales. De esta manera, la práctica de la equidad aseguraría la inclusión de todos los sectores de la población y favorecería la igualdad de oportunidades para mejorar el bienestar. Los recursos del Estado deben facilitar los medios necesarios para procurarlos.
La acción democrática conlleva eficacia, que garantice que la acción de gobierno, a través de las instituciones del estado, para alcanzar los resultados que la población requiere y solucionar correctamente los problemas que impiden un desarrollo armónico y sostenible de la sociedad. Asimismo, eficiencia en la utilización de los recursos disponibles para los logros necesarios. Incluye el uso de los recursos naturales sin poner en peligro el medio ambiente ni su sostenibilidad.
Los Derechos Humanos son prueba de la calidad democrática
La dignidad humana, la libertad, la igualdad y la solidaridad son las ideas y prácticas esenciales que deben estar presentes siempre para legitimar o no un gobierno democrático. No se puede construir el porvenir sin tener en cuenta los derechos que dotan a todas las personas de los elementos básicos para una vida digna.
Los estados, naciones y pueblos no son entes abstractos y se fundamentan en las poblaciones que los habitan. A ellas se deben y por ellas se articulan. Les deben proveer de espacios de libertad y recursos para el desarrollo de su vida en toda su diversidad y riqueza. Como es inevitable en toda comunidad humana, surgirán conflictos. La construcción de estados de derecho tiene que desarrollar instrumentos para que estos conflictos se resuelvan de forma pacífica y justa, a través del acuerdo y aceptación del otro u otra y con formas de discriminación positiva para quienes parten de situaciones de mayor precariedad, sea física, educativa o estructural.
Hoy es indiscutible que no se puede construir la justicia desde la desigualdad; que la pobreza imposibilita la construcción democrática plena de un país o que no se puede imponer un régimen político, por muy justo e igualitario que se predique, con el desprecio de la libertad.
Los Derechos Humanos nos permiten visualizar a las personas como protagonistas. Así logran la relevancia que merecen y no están ocultas tras los grandes nombres y los intereses geopolíticos y económicos.
Gobernar desde los Derechos Humanos significa emprender un compromiso de transformación, que tenga en cuenta a las grandes mayorías, víctimas de las peores condiciones de vida en el transcurso de la historia. El propósito de este gobierno debe ser acometer la superación de la injusticia, marginalidad, desigualdad y falta de libertades.
Pero, además, su obligación es incorporar a estas mayorías haciéndolas protagonistas de las transformaciones que les permitan salir de su situación. Nadie mejor que los pobres saben el significado de la pobreza. Quién mejor que un esclavo – hombre o mujer – acabará con la esclavitud.
Imagen: ‘Memory’ (Renè Magritte, 1948).
Fernando Armendáriz
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