- Publicado en Diario de Navarra el 12/09/2013
Las maniobras diplomáticas pueden impedir los ataques de EE.UU. y sus aliados contra objetivos del régimen de Damasco. Es positivo evitar más víctimas y destrucción, aunque las incógnitas y ambiciones sean numerosas.
La iniciativa rusa de que instituciones internacionales controlen el abundante arsenal químico en posesión de la dictadura de Bachir El Asad devuelve a la administración de Putin el estatuto de gran potencia mundial. Con la supervivencia del actual poder sirio, Rusia garantiza los negocios de armamento (600 millones de dólares sólo en 2011); su base mediterránea en Tartus y la capacidad de influencia en Oriente Medio, en abierta disputa histórica con Estados Unidos.
Barack Obama consigue no enfangarse por ahora en un combate que no cuenta con suficiente apoyo en las cancillerías internacionales, ni en el Congreso y la opinión pública estadounidenses. No obstante, los bombardeos tampoco pretendían, en este momento, derrocar al presidente El Asad y la desaparición del aparato estatal sirio, que podría crear un peligroso vacío de poder. No existe un relevo político claro, dada la división y enfrentamientos internos de la oposición, y en ella el ascenso de los extremistas del Estado Islámico de Irak y Siria y el Frente Al Nusra.
Esta nueva situación permite que la dictadura siria gane tiempo y conserve su dominio sobre el Estado y gran parte del país, además de mantener la represión y debilitar al máximo a los insurgentes
En el caso de una intervención militar estadounidense, aunque fuera limitada, El Asad, sus militares y burócratas también reforzarían su poder, porque darían al régimen apariencia de legitimidad frente a la rebelión, al mostrarse como perjudicados por una agresión extranjera. Asimismo – como sucedió en Afganistán con Al Qaeda y los talibanes, merced a la provocación de los atentados del 11 de septiembre y su éxito bélico posterior – las autoridades sirias atraerían a EE.UU. a un conflicto de mayor desgaste y solución incierta por sus consecuencias: enorme coste económico; soldados de la coalición internacional muertos, algo insoportable para la opinión pública de sus países; y el incendio de todo Oriente Medio, con el riesgo de la consolidación del yihadismo violento; los regímenes autoritarios y el militarismo. De paso, la marginación de dos de las reivindicaciones de las revueltas árabes: democratización y justicia social. Quizá sea el propósito de varios actores presentes en esta estratégica región del mundo.
Muchas personas, colectivos, instituciones y gobiernos han expresado su denuncia de una acción bélica contra el Estado sirio.
Por indiferencia, oportunismo o alineamiento ideológico con un régimen al que consideraban progresista – de forma ignorante y cómplice – algunos han olvidado que allí ya existe una guerra aterradora desde hace dos años y medio.
A los asesinados con gases tóxicos se suman antes 100.000 víctimas mortales, más heridos e inválidos y millones de personas desplazadas dentro y fuera del país. Pero, pocos recuerdan que la autocracia del clan Asad y, en su compañía, la mayoría de las fuerzas armadas y todos los servicios de seguridad eliminaron brutalmente la revuelta de los estudiantes de Daraa en febrero de 2011 y las protestas en Hama, Oms y Alepo. Apenas nadie condenó esas masacres. Una vergüenza que añadir a su silencio sobre Camboya, Bosnia, Chechenia, Congo y Somalia, por ejemplo.
Después, una guerra civil muy desigual. A los tanques, aviones y cohetes, los insurrectos que se defienden de la represión pueden responder sólo con fusiles, ametralladoras, bombas de mano y lanzagranadas, por la negativa a entregarles armas de mayor potencia de fuego. Esta circunstancia y la mínima solidaridad de la comunidad internacional con la oposición siria han provocado el crecimiento de los sectores yihadistas entre los disidentes. Sus acciones son tan condenables como las de los partidarios de El Asad, porque cometen brutalidades similares (asesinatos sectarios, secuestros, torturas) y pretenden instaurar un califato dogmático, excluyente y represor en términos religiosos y políticos.
Hundida en el caos de la violencia y la confluencia de intereses internos, regionales e internacionales la población civil siria sobrevive como puede. Salvar y defender sus derechos debería ser la prioridad inmediata de cualquier operación.
Pero, más guerras sólo acarrean nuevos desastres. Son el resultado del fracaso del ejercicio de la política preventiva de los conflictos, dotada de instrumentos que todavía no se han utilizado por desidia, incapacidad y temor ante un futuro más conflictivo: el aislamiento del régimen de El Asad; su expulsión de los organismos internacionales y la ruptura de relaciones comerciales; el bloqueo de sus finanzas y el embargo de suministros bélicos. Y, desde luego, el reconocimiento oficial de la oposición y la entrega de los dirigentes del actual Estado sirio al Tribunal de la Haya, ante el que también tendrían que comparecer los responsables del sinfín de masacres que abundan en el mundo.
Tengo dudas razonables de que este deseo se logre sin una presión armada internacional, que tampoco traerá más libertades y resolverá el empobrecimiento. Es mi pesimismo ante un oscuro callejón sin salida.
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