- Publicado en Diario de Navarra el 25/11/2013
En las últimas semanas, dos decisiones de Estados Unidos han definido su política exterior en el Oriente que va desde el Mediterráneo a la cordillera del Hindu Kush. La primera ha sido impulsar las negociaciones con Rusia y, en consecuencia, con el régimen de Bachar Al Assad para eliminar el arsenal químico del dictador sirio y buscar una salida negociada a la guerra. Al mismo tiempo, la segunda ha significado entablar conversaciones con el nuevo gobierno iraní. El objetivo es llegar a un acuerdo sobre el desarrollo de la energía nuclear en Irán para fines económicos y nunca militares.
En Siria, la opción estadounidense pretende impedir el derrocamiento violento de Al Assad y que se produzca un caótico vacío político, cuyo desenlace podría ser que los grupos yihadíes ganaran posiciones en Damasco.
Obama ha temido que una iniciativa armada de Estados Unidos desencadenara un conflicto mayor, en costes económicos y de soldados, que ni la opinión pública, ni la administración norteamericana quieren soportar. La lección de Irak aconseja prudencia.
La consolidación de su estrategia actual en Siria exige que Estados Unidos mejore sus relaciones con Irán. El propósito es conseguir que Teherán ejerza la presión suficiente a Bachar al Assad, de manera que el presidente sirio pacte al menos cierta democratización del rígido aparato estatal. Por tanto, la distensión entre Washington y Teherán resulta esencial y se ha concretado en las conversaciones sobre el programa nuclear. El momento es apropiado: un relevo más aperturista en la presidencia de la República Islámica e incluso la flexibilidad mostrada por el líder supremo. A Jamenei le preocupa que los cambios sociales en Irán y una posible confrontación bélica acaben con la hegemonía del clero conservador. Además, la supervivencia de su régimen pasa por la eliminación de las sanciones aplicadas por Estados Unidos, que incrementan una crisis económica cuyo efecto provocará protestas en la calle.
Desde su primer nombramiento como presidente en 2009, Barack Obama ha querido desprenderse del pesado y despilfarrador intervencionismo de Bush jr. basado en el hard power, es decir, restaurar la supermacia de EE.UU. mediante el empleo unilateral de la fuerza militar. Obama ha preferido llevar a cabo la política del smart power. Es la suma de seducir con una diplomacia pacificadora y recurrir al poderío militar cuando los ciudadanos y propiedades estadounidenses sean agredidos directamente.
Obama ha querido desprenderse del pesado y despilfarrador intervencionismo de Bush jr. basado en el hard power
“Come back America” es el lema actual. En la práctica ha implicado retirar las tropas de Irak, empezar a hacer lo mismo en Afganistán y evitar que EE.UU se involucre en nuevas guerras. En definitiva, un repliegue que permita dedicar más tiempo y esfuerzos a los problemas internos y, en política exterior, prestar la máxima atención al eje Asia-Pacífico, valorado ya como el escenario internacional fundamental. De todas formas, la administración de Obama considera que Oriente Medio y Asia Central son una especie de complicado bazar en el que los peligros son mayores que los beneficios. Es verdad que la alianza con Arabia Saudí, un acceso favorable al flujo petrolífero y la hegemonía de Israel han sido elementos sustanciales de la política estadounidense en la región.
Sin embargo, la ambición de la monarquía saudí de lograr autonomía política respecto a Estados Unidos para conseguir la reislamización ultraconservadora molesta a Obama, porque los sectores más intransigentes de la Península Arábiga financian a los grupos violentos que luego atacan a los norteamericanos. En cuanto a los hidrocarburos, Estados Unidos puede llegar a la autosuficiencia energética en 2017. Su dependencia del petróleo árabe será muy inferior. El apoyo a Israel es inquebrantable. Más allá de la retóricas declaraciones de EE.UU. a favor de que los palestinos tengan un Estado, por ahora las conversaciones propuestas por la administración estadounidense son una estafa. La realidad demuestra que continúa la permanente e implacable edificación de nuevos asentamientos en Cisjordania y Jerusalén Este, obstáculo principal para un compromiso.
El presidente Obama no ha bajado la guardia en la lucha contra el terrorismo. Ahora no hace falta intervenir sobre el terreno con soldados y armamento. La utilización de aviones no tripulados y de fuerzas especiales es más efectiva en Yemen, Somalia y las regiones tribales fronterizas de Pakistán y Afganistán.
Washington subraya que las actividades de investigación, interceptación o destrucción de sus enemigos son legítimas, aunque queden al margen del derecho internacional o violen la soberanía de algunos países.
Sucedió con Bin Laden y hace unos días con Hakimulá Messud, jefe de los talibanes paquistaníes. No son casos aislados, sino que es la aplicación de la política del kill list, que consiste en identificar, capturar o matar a posibles terroristas que amenazan a Estados Unidos.
Quizá Obama recupere prestigio internacional gracias a las maniobras diplomáticas emprendidas con Siria y e Irán. No obstante, habrá que comprobar si esta fase de la política exterior de EE.UU. es acertada y no un maquillaje. También si obtiene resultados, porque los regímenes de Damasco y Teherán y por detrás Rusia quieren sacar partido para mantener su autoritarismo y recuperar protagonismo y liderazgos.
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