Continúa la represión sangrienta en el país del Nilo – eje decisivo de la región árabe – contra quienes se han lanzado a protestar en las calles y en las mezquitas por el golpe de Estado del 3 de julio. Ahora se perciben claramente las intenciones de los generales. Es una estrategia calculada y dispuesta en los últimos meses.
Progresivamente, los militares han reforzado su determinación de acabar con el gobierno dirigido por el presidente designado democráticamente, Mohamed Morsi, en junio de 2012.
Han sumado diversas tácticas a lo largo del tiempo, clásicas en toda asonada: creación de movimientos afines a la intervención de las Fuerzas Armadas; manipulación de las protestas de la oposición a Morsi; infiltración para aumentar la violencia y el caos en las calles; alianzas internas y pactos con potencias extranjeras, acordados en múltiples reuniones. Asimismo, los servicios de seguridad han promovido una campaña constante de deslegitimación y desprestigio de las autoridades elegidas y de la Cofradía islamista, a las que se acusa ya de traidores y terroristas.
Los errores colosales de la presidencia y de la Hermandad, sobre el peso de su particular visión particular del islam político en el proceso constitucional y la nula relevancia concedida a las reivindicaciones económicas y sociales, han dado argumentos a los protagonistas del golpe. Tampoco los necesitaban porque la decisión de derrocar a Morsi y quebrar la voluntad de los partidarios que le votaron estaba tomada desde los resultados electorales del año pasado.
Sin embargo, el empleo de la fuerza más brutal en una escalada de violencia cada vez mayor (en casi dos meses han muerto más de 1.200 manifestantes) y la imposición del estado de emergencia pretenden eliminar definitivamente de la acción política y social a los Hermanos Musulmanes.
El asalto a los campamentos y a las mezquitas se ha realizado también como un factor de provocación que impulse a los partidarios de la Hermandad a abandonar la no violencia activa y responder con las armas. Sería la mejor justificación para que las Fuerzas Armadas fortalecieran su protagonismo, cuyo propósito central es conservar la tríada caudillista: armada, económica y política. De esta manera, los uniformados reajustan la transición: no hacia una democracia completa, sino en provecho de un nuevo régimen autoritario, en el que toda la población perderá derechos y libertades.
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