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Talibán: ofensiva de primavera

Un año más, la llegada del deshielo incrementa las posibilidades de que los taliban aumenten su capacidad de ataque. Tampoco necesitan esperar a que de una estación se pase a otra. Los últimos desastres bélicos forman parte de una campaña propagandística, cuyo propósito es demostrar su fuerza, con asaltos aquí y allá, que de una guerra de posiciones. Hace tiempo que los talibán y sus aliados se dedican a los atentados, incluso suicidas, como táctica armada.

Ahora, el atentado en pleno centro de Kabul ha provocado decenas de muertos y heridos. El momento elegido es clave: imposibilidad de negociaciones que de vez en cuando se realizan entre el Gobierno y los rebeldes (Doha, Catar). Además, la progresiva salida de las fuerzas extranjenras, prácticamente a punto de concluir, salvo la reserva hecha por Estados Unidos; y la ineficacia e incapacidad de respuesta de las fuerzas de seguidad afganas, aunque hayan precisado un plan para ganar la guerra en cinco años. ¿La réplica talibán? Infiltración, bombas y muertos.

En los campos y ciudades de Afganistán continúa todavía una guerra olvidada y el consiguiente éxodo de personas refugiadas, a las que no deberíamos abandonar: 140.000 llegaron a las costas europeas en los meses pasados.

El movimiento taliban fue derrocado por la Alianza del Norte, junto a los Estados Unidos, en noviembre de 2001, dos meses después de los atentados del 11 de septiembre. También se difuminó el apoyo que le prestaba la Quinta Brigada de Al Qaeda. Sin embargo, expulsados de Kabul, siempre han permanecido en el sur y este de Afganistán y en los territorios del norte de Pakistán. Desde entonces, poco a poco, han recuperado terreno. Primero, por la debilidad e incompetencia del Estado central afgano. En paralelo, porque ellos y su base social son pashtunes y, finalmente, por un convencimiento religioso transformado en una yihad violenta, que proclama e instrumentaliza su lucha contra los ocupantes extranjeros.

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Afganistán, ¿un Estado imposible?

Este país de Asia Central ha sido siempre un complicado rompecabezas, en el que se superponen las fidelidades étnicas (pashtunes, tayikos, uzbekos, hazaras…), los clanes de las diversas tribus y la pertenencia de cada una de ellas a diferentes grupos de solidaridad. Además de los enfrentamientos religiosos, tanto entre la interpretación ortodoxa de los ulema tradicionalistas y los sufíes respecto a los islamistas, como de los primeros contra los chiíes hazara.

 

La existencia de Afganistán como Estado, desde mediados del siglo XVIII, es la búsqueda de una “nación imposible de encontrar” por la identificación histórica de los pashtunes con la existencia de un Estado central, que pretende imponerse sobre el resto de pueblos.

 

Pero, igualmente, por la persistencia -antes y después del golpe de Estado comunista de abril de 1978- de conflictos entre las diversas afiliaciones tribales pashtunes en las ciudades más importantes y en la sociedad rural. El aparato de Estado, fijo en la capital, se nutre de la corte y de la aristocracia (en la época de la monarquía hasta 1973) y, después, de la burguesía del Estado (funcionarios, estudiantes, militares) y de la burguesía comercial del bazar. Todos ellos crean redes y jerarquías clientelistas, la mayoría de las veces corruptas, que defienden sus rentas y aspiran a extender su área de influencia al campo. El poder en la sociedad campesina gira alrededor de la figura del jefe tribal o jan, que pretende ampliar su clientela, ser reconocido como árbitro e incrementar su riqueza sin transformar las estructuras tradicionales, en definitiva sin construir un Estado.

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