El doble juego de Rusia
Protestantes con carteles contra la intervención de Putin en Ucrania ©AFP PHOTO / LEON NEAL

La ciudad ucraniana de Slaviansk se ha convertido en un nuevo escenario de tensión entre Rusia y Occidente. No es por su pertenencia a una región ruso-hablante o por la minería e industria que mueve su economía, sino porque lo que sucede allí debilita una vez más la estabilidad. En efecto, la deriva política de Ucrania tiende siempre a enmarañarse, a pesar de los reiterados intentos de superar el actual enfrentamiento. ¿Es resultado de una cultura política malsana o hay algo más?

Desde que todo empezara, a finales de noviembre de 2013, no ha habido desafío político de calado que haya sido abordado sin violencia. El acuerdo de la U.E., finalmente rechazado, se saldó con los más graves incidentes callejeros de la última década. En febrero de 2014, un pacto multilateral entre Ucrania, Rusia y la Unión Europea acabó en el derrocamiento de Yanukóvich. Las demandas de mayor autogobierno en Crimea concluyeron en la intervención militar rusa y, naturalmente, los acuerdos de Ginebra recientemente alcanzados han encontrado su réplica en forma de tiroteos. Parece que es el hábitat predilecto de Moscú, especialista en ganar tiempo sin llegar a grandes compromisos. Basta con echar una ojeada a su política en Siria y darse cuenta de que, una vez conjurada la acción militar, cualquier solución queda neutralizada en un compleja telaraña diplomática mientras la violencia prosigue.

 

La experiencia nos dice que un Estado normalizado y soberano en aquella región aspira a formar parte de la Unión Europea e inevitablemente de la OTAN.

 

Ucrania presenta síntomas de la misma estrategia dilatoria. Además, los intereses rusos cuentan con la inestimable ayuda de los nacionalistas ucranianos, que han contribuido de manera involuntaria al empeoramiento del panorama socio-político. Diez años de una alternancia política insatisfactoria y un tejido institucional desprestigiado, son los mejores ingredientes para agravar cualquier problema doméstico. Por otro lado, en Ucrania ha surgido una nueva generación de radicales, convirtiéndose en un factor impredecible, como demuestran los incidentes de Slaviansk. No cabe duda de que Putin se siente más cómodo con el estancamiento del problema ucraniano. Él sabe perfectamente que la bilateralidad con Kiev es imposible, pues ni siquiera sus ofertas de reducción en la tarifa del gas o de rescate económico han surtido efecto. Consciente de la seriedad de esta ruptura, busca nuevos escenarios comerciales que contrarresten las pérdidas seguras en el campo energético. Esta retirada queda patente en las reuniones celebradas los dos últimos meses entre Rusia, India y China. En consecuencia, de la incapacidad para recomponer una situación verdaderamente favorable, nace la estrategia de la tensión y el obstruccionismo.

 

No cabe duda de que Putin se siente más cómodo con el estancamiento del problema ucraniano. Él sabe perfectamente que la bilateralidad con Kiev es imposible.

 

Esta doctrina surge después del desmantelamiento del Telón de Acero en 1989, fundamentalmente por los malos resultados que dieron las negociaciones de Mijail Gorbachov con los Estados Unidos. Si bien el nuevo proyecto soviético aceptaba el cambio político en su perímetro de seguridad, exigió a la vez que los nuevos estados democráticos se mantuvieran neutrales, especialmente ante la OTAN.  El compromiso no se cumplió y países como Rumania albergan hoy bases de la Alianza Atlántica. A excepción de las repúblicas bálticas y Finlandia (también Polonia con Kalinigrado), la nueva Rusia no quiere compartir una frontera directa con Occidente y cuenta para lograrlo con la única protección de Ucrania y Bielorrusia. ¿Cómo repeler el atractivo que para muchas repúblicas  supone el proyecto europeo? Sencillo: asegurándose la lealtad de regímenes cerrados, autoritarios y en manos de poderes oligárquicos afines a Moscú. El ejemplo bielorruso es el más evidente. Hablamos de una de los Estados más despóticos de Europa, presidido por Alexander Lukashenko, un fiel prorruso que incluso llegó a cambiar la bandera del país por la de la antigua enseña de época soviética. El derrocamiento de Yanukóvich y la creciente presión de la OTAN en Polonia, inquietan a este autócrata, al que le gusta encerrar a miembros de la oposición en la cárcel. Su férreo control sobre el país se basa en la vulneración de principios democráticos fundamentales y en una corrupción generalizada. Estas condiciones lo mantienen protegido de cualquier influencia occidental, no siendo apetecible ni en términos estratégicos ni económicos. Este modelo de países que aún no han completado sus transiciones desde la caída de la U.R.S.S. son la garantía definitiva para asegurar el statu quo actual.

No debemos concentrarnos en hechos concretos ni en geografías restringidas. Los acontecimientos en el este de Ucrania tienen una importancia relativa. Se trata de otra piedra en el camino que, si la tomamos separadamente, nos va a impedir ver el cuadro general. La experiencia nos dice que un Estado normalizado y soberano en aquella región aspira a formar parte de la Unión Europea e inevitablemente de la OTAN. Para evitarlo, Rusia debe conseguir que estas repúblicas no resulten atractivas, visibilizando sus problemas internos y, si fuera preciso, alimentándolos. Es un mecanismo de defensa que se está poniendo en marcha desde hace meses y que nos abre además un gran interrogante: ¿Estará fraguándose la segregación de Donetsk del resto de Ucrania? De lo único que podemos estar seguros en este abrupto proceso es que siempre habrá una nueva Crimea.

 

 

Imagen: © AFP PHOTO / Leon Neal

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Jaime Aznar

Colaborador
Historiador y vocal del Colegio de Doctores y Licenciados de Navarra. Analista especializado en Europa.

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