Hace unos días, 124 sirios arribaron a las costas de Málaga y pidieron ayuda. Olvidamos nuestra historia, aunque en septiembre del 755 un sirio de Damasco desembarcó en Almuñécar. Allí tiene una estatua. Pertenecía al clan omeya y escapaba de la matanza de su familia a manos de los abasíes. Perseguido, atravesó con muchas dificultades el norte de África. Abd al-Rahman al-Daji (el que entra o el inmigrado) era un refugiado surgido de una guerra en Oriente Próximo. Menos de un año después, proclamó el primer emirato independiente de Córdoba. Algunos de sus herederos se casaron con princesas vasco-navarras. Eran tiempos de luchas y razzias. A la vez, de pactos y mestizajes. Este sirio no necesitó acogerse al estatuto del refugiado ni al derecho de asilo.
Ahora, los desplazamientos no suceden así. Los protagonistas de esta dramática y vergonzosa crisis, son también sirios, mayoritariamente. Cerca de 4,3 millones de personas que se han marchado de su país (22 millones de habitantes) en este momento y progresivamente a lo largo de cuatro años. También sobreviven casi abandonados a su suerte siete millones de desplazados internos. En estos meses nos ha conmocionado la injustísima situación de decenas de miles de personas caminando en filas de familias enteras – en un ejemplo de la solidaridad clánica – una tras otra, por las vías férreas, mares, estaciones y plazas de Europa. Se ha sumado el naufragio de lanchas y las imágenes de pequeños menores que deambulan en solitario o aparecen ahogados en alguna playa.