El segundo país con más musulmanes del mundo, 176 millones de creyentes, es un estado deshecho. La violencia del extremismo religioso; los ajustes de cuentas entre los partidos políticos y las mafias locales campan a sus anchas de Peshawar e Islamabad a Karachi y de Lahore a Quetta. En 2011 han muerto 6.211 personas en atentados. Caen bajo los disparos o las bombas jueces, políticos, mujeres, chiíes y reformistas islámicos, pero sobre todo gente corriente en las calles.
Los talibanes paquistaníes del Terek-e Taliban (TTP) son la amenaza más poderosa, en sintonía con los afganos del mulá Omar y las redes de Haqqani, en ambos lados de la frontera entre Afganistán y Pakistán. Los grupos pashtunes del TTP, liderados por Hakimullah Mehsud y el mulá Fazlullah, se han impuesto a los más moderados en las Zonas Tribales y en la Provincia Fronteriza del Noroeste y mandan en esas regiones. Sus acciones violentas quedan impunes, juzgadas por tribunales inspirados en las costumbres tribales o en el conservadurismo religioso. Los radicales se han instalado en Karachi, capital financiera y puerto del Índico, transformada en un estercolero por el terrorismo, la delincuencia y la pobreza. Los meshud talibanes llegaron a los arrabales y luego al barrio residencial de Sultanabad. Las ideas y movimientos más intransigentes avanzan porque instumentalizan las desigualdades sociales y la religión. También se aprovechan de la incapacidad del gobierno central, dirigido hasta ahora por el Partido Popular, ligado a los Bhutto, y del silencio interesado de la Liga Musulmana de Nawaz Sharif, que no desea perder parte de su base social, predominante en el Punjab.
La fractura regional es un obstáculo para la estabilidad del “país de los puros” (Pak Stan), concebido como una nación islámica separada de la India después de la II Guerra Mundial. Sin embargo, los choques entre sus diversas interpretaciones impiden que el islam sea un elemento identitario integrador. Muchos habitantes de Baluchistán reinvindican la secesión frente al centralismo punjabí, que acapara más riqueza y es mayoría en la oficialidad de las Fuerzas Armadas y el funcionariado. La administración estatal no llega a las tierras de Pashtunistán en las zonas tribales del norte. Asimismo, Cachemira es un foco de tensión entre los independentistas y la India.
Los dirigentes políticos del Sindh y del Punjab, entre ellos las familias Bhutto y Sharif, pertenecen a los sectores más enriquecidos, propietarios de tierras y negocios, que les han promovido como jefes del Estado y primeros ministros. Por muchas elecciones que haya, este clientelismo corrupto frena la democratización, a la que tampoco han contribuido los casi 30 años de dictaduras de los generales.
El jefe del Estado Mayor, Ashfaq Kayani, ha devuelto a los militares a los cuarteles, al comprobar que el autoritarismo del antiguo presidente Musharraf les había desgastado demasiado. Autoproclamado defensor de la integridad del país y de la soberanía nacional, el Ejército también estaba desprestigiado por su falta de respuesta tras el asalto estadounidense al refugio de Bin Laden, junto a la Academia Militar paquistaní. Las Fuerzas Armadas – antes con el mando completo del régimen, ahora alerta a cierta distancia – son el auténtico poder, el Milbus, y gestionan el 25% del presupuesto estatal y cientos de empresas que representan casi un tercio del PNB. Guardan el arsenal nuclear y deciden las relaciones con Estados Unidos, sometidas a un peligroso doble juego. Las tropas paquistaníes atacan a los yihadistas, en alianza con EE.UU., para no perder los 3.000 millones de dólares anuales que les suministra Washington en armamento. Entretanto, los servicios de inteligencia influyen en los talibanes y otras guerrillas, con el propósito de que una situación de inseguridad justifique la vigilancia interna y un Afganistán frágil permita que Pakistán mantenga su equilibrio estratégico con la India.
Sin recursos energéticos y con 43 familias que dominan la industria, la banca y los seguros y poseen cerca del 70% de las tierras cultivables, el empobrecimiento favorece la descomposición de Pakistán. El 30% de la población malvive con 1,25 dólares al día; el 35% de las mujeres son analfabetas y 400.000 niños y niñas mueren de desnutrición sin llegar a los cinco años de vida. La economía paquistaní nunca logrará estabilizarse y evitar el estallido social si no supera la dependencia y las exigencias de las instituciones financieras internacionales, que le han prestado 20.000 millones de dólares. La solución pasa por el desarrollo de un sistema fiscal, prácticamente inexistente: los impuestos solo son el 10% del PIB y en 2012 apenas un 0,6% de los habitantes pagaron el impuesto sobre la renta.
A pesar de todo, algunas noticias de Pakistán nos señalan un camino diferente. La estudiante, activista de los derechos humanos y bloguera Malala Yousafzai, de 15 años, ha sobrevivido a un intento de asesinato por los talibanes en octubre de 2012. También, los jóvenes de Pakistan Youth Alliance han pintado los rickshaw (triciclos motorizados) con flores y poemas sufíes durante la campaña Amam Sawari y sus reivindicaciones contra la violencia en Karachi.
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